(CAPÍTULO
XXXIV)
“LA
VISIÓN”
(La
playa)
Diana quedó sin nada que le
cubriese sus preponderantes muslos, su cadera melódica, su culo alborotador,
sus tetas anti-misiles, y su espiritual oquedad. Pensó que mejor sería echar a
volar el pareo que rodeaba su pecho para sentir de golpe la brisa en cada uno
de los poros de su piel. Y no se equivocó. ¡El aura sublime llegó y en un
despliegue de autoridad descontroló toda la parte inferior de su anatomía! ¡La
superior perdió el control cuando él con la punta de sus gafas le rozó el
clítoris!
¡Sintió que por sus partes más
blandas penetraba una revolución de frenesí! ¡Sus pezones erectaron desafiando cualquier
admisible lógica!
Ella sabía que Álvaro se la
estaba comiendo con la mirada, y para continuar provocándolo se alejó unos
metros de él y, comenzó a dibujar con el dedo gordo de su pie sobre la arena.
Su cuerpo jadeaba placer. Una delicia que exponía mediante el contoneo de sus carnes
para que su amante ardiese antes de llegar al infierno angelical de sus humedecidas
entrepiernas.
De esta forma excitaba al
joven, y de esta forma también se excitaba ella. ¡Estaba espléndida a contraluz!
Una provocadora silueta que de sólo contemplarla provocaba.
Álvaro se incorporó y no
intentó nada más. Antes le había confirmado que deseaba observarla desde cada
ángulo con paciencia y malicia. Y ella estaba de acuerdo. Apoyó su antebrazo
sobre la arena y dejó que sus pupilas siguieran el movimiento constante de su
amada. Diana no dejaba de trazar irreflexivas líneas sobre la arena. De vez en
cuando el agua del mar llegaba a sus pies y se llevaba parte de sus líneas;
entonces volvía a esbozar con los pies su dibujo hasta dejarlo impecable.
Algunos minutos que para Álvaro
parecieron una eternidad, estuvo Diana dibujando sobre la arena, al terminar
fue hasta el agua y se inclino para mojarse las manos. Las piernas abiertas y rectas.
El torso doblado a la altura de las rodillas. ¡Era la imagen que andaba
buscando Álvaro! Al término de la raja de las nalgas de Diana sobresalía un
mundo de sensaciones y volúmenes. Con toda intención desplegó su arsenal, el jugoso
laberinto vaginal.
A la memoria de Álvaro llegó una
de las frutas que había probado en uno de los tantos viajes realizados. Una
fruta tropical. ¡El Mamey! Todas las sensaciones se agolparon en sus sentidos.
El meloso aroma y el aterciopelado contorno. La intensidad de sus formas que
armonizaba con la estructura perfecta que llegaba a sus ojos. Y por último, el
sentir delicado y consistente del mejor bocado desplegado sobre el paladar.
¡Así era la vagina de Diana,
un apetitoso mamey despejado por la mitad!
Él, descubrió en esta ocasión,
la simbología del alfabeto Morse. El clítoris de su amada comenzó a lanzar
señales de socorro desde la orilla. Cada contracción él la interpreto como un
S.O.S y no esperó más. Fue hasta ella y se colocó entre sus piernas para estar
seguro del mensaje que estaba recibiendo. ¡No quería errar! Tomó cada porción
de nalgas con sus manos y delicadamente las fue apartando en sentido contrario
hasta que el fragmento del apetecible Mamey quedó expuesto ante sus ojos.
De cerca impresionaba. Un
diseño irrepetible. ¡En nada se parecía a lo que le había contado su pene! Su
pene le dijo que era cálido, húmedo, e infinito. Pero se equivocaba, el Mamey
de Diana es contradictorio, laberíntico, y profético. ¡Esas son las sutilezas de
las que un pene no es capaz de percibir con su arrogante y lacónico rozamiento!
¡Hay que verlo con el tercer ojo, el que se oculta más allá de la visión! Álvaro
lo tenía muy claro, demasiado claro y, por tanto, deseaba redimir cada una de
sus anteriores faltas.
¡Estoy ante la octava maravilla
del planeta! Y sus pulmones lanzaron sus palabras a los cuatro vientos, a cada
uno de los elementos de la tabla periódica, a las pandemias, a los cincuenta y siete
mares, y las colisiones frontales de los enemigos de la paz.
No es que la vagina de Diana
fuese categórica o especial, no, todo lo contrario; pero era la primera vez que
Álvaro contempla a la luz del día y a menos que nada, la fruta que muchas veces
paladeó sin observarla de antemano. Para el joven la vagina de su amada era un
prodigio, una “ventana” hacia lo desconocido, que no estaba dispuesto a
perderse por más que las malas lenguas se empeñen.
Deseaba examinar cuanto antes
su delicado sabor, pero antes, le pidió a Diana paciencia. ¡Sus ojos serían los
primeros que degustarían los recuerdos y el cálido presente!
Se acomodó, y para no perderse
en conjeturas, comenzó por el lado menos pensado de la amplia estructura vaginal.
¡Partiendo del vello siguió hacia delante, hasta encontrarse primeramente con la tersa piel!
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