(CAPÍTULO
LV)
Sin agobio y con escasos obstáculos
Álvaro fue penetrando cada una de las estancias de su amada, hasta el mismísimo
límite de todas las posibilidades. Él lo sabía con
rotundidad. Las prisas no están hechas para un momento de acaloramiento. Lo
repetía continuamente. Su objetivo primordial consiste en regodearse en las
sensaciones que se van revelando a lo largo del recorrido; naturalmente, sin
olvidar las necesidades de Diana, porque Álvaro es ante todo un dispensador de misceláneos
placeres.
El afanoso amante llegó al
interior de su entregada amada. Llegó pausadamente con sus atributos, pero también
con sus afanes. Diana por dentro es lo más parecido a una extensa cavidad saturada
de entresijos y colmada de maravillas. Para nada es como se lo había imaginado
Álvaro en eternas noches de autocomplacencia; ni para bien ni para mal, sencillamente
el interior de su amada es un confortable espacio que clama de inmediato
intervención.
Diana permanecía en silencio,
con la mirada perdida en la línea del infinito, en el punto exacto donde los
barcos acaban extraviándose de los esmeros de los eternos mirones. ¡Las palabras no son necesarias, y los
gestos seguramente sí, al final el placer se hace cómplice de las posturas!
Sentenció la encendida amante que rebosaba encanto por cada uno de los poros de
su piel. Desde su posición el universo es único, glorioso, y no hay límites
para apreciar y pensar lo contrario. Diana es una gelatina bajo los desvanecidos
rayos de sol que amenazan con licuar cada intención; pero es demasiado tarde,
el deleitable mal se ha difuminado.
¡Oscura claridad, tenaz templanza, espacio adormecido en espera de desconocidos
vientos! Farfullaba el excitado glande de Álvaro que continuaba percudiendo
en las anales paredes de la joven. Es una locura, una placentera locura el no
saber con precisión por dónde se transita; pero es igual, cuando tenemos la
vida en la “punta”, en los estremecimientos de los sentidos, los caminos por
recorrer no son significativos, lo esencial es permanecer, continuar en la
humedad de los ardores, en los furtivos rincones.
Más y más suplican ambas
partes. Él y ella. Los dos, lubricados psíquica y corporalmente, precisan de un
eterno espacio que los conduzca al infinito de las caricias; pero no se
atreven a dar el paso. Un interventor carnal no es lo idóneo para pactar, y una
voluptuosa y entregada amante mucho menos, es capaz de sosegar al magnánimo infinito
si se lo propone. ¿Qué se puede hacer cuando el deseo persiste y cuando las
añoranzas no ambicionan escuchar? ¡Nada!
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