domingo, 19 de abril de 2015

¿CÓMO HACER EL AMOR EN UN SITIO INCÓMODO?




(CAPÍTULO LIII)
                  Los instintos de Álvaro se posesionaron en cada desnivel corporal de la joven, con el único designio de permanecer inamovible, por lo menos hasta que la marea regrese nuevamente a su estado natural. Las provocativas carnes de Diana rebosan malsanas intenciones por donde quiera que se le mire. A ella, le importa bien poco que el joven esté al corriente de sus verdaderas intenciones. Se mantendrá firme en sus lujuriosas intenciones por lo menos hasta que el ciclo solar complete su recorrido un par de veces. Y si fuese viable, tomar de sorpresa a la vieja luna, recién levantada, y antes de que se beba su primer café.
                 Alego que ambos amantes se necesitan mutuamente para confirmar su materialidad, porque el uno sin la otra no es más que un leve recuerdo y un frustrado propósito desvanecido ante la llegada de vientos helados. Y la otra sin el uno, dispersos rescoldos en “el país de las sombras largas”.
                 Qué más puede hacer las “ganas” y la “desesperación” que no sea voltear la mirada y entregarse sin condiciones al excéntrico placer que todo lo puede y todo lo sitúa patas arriba cuando mejor le plazca; bien poco se puede hacer. Aunque, en el fondo, en lo más intrincado de las emociones, tanto Diana como Álvaro, desean alargar el encuentro lo más que puedan, para que el instante sea, o al menos lo parezca, perpetuo. Álvaro es consciente que si se introduce de lleno en las profundidades marinas de Diana, no sería capaz de responder de sus actos, terminaría eyaculando. Eyacularía hasta que la última gota de semen fecundase al último grano de arena perdido en cualquier cobijo de la dilatada playa. Y Diana, un tanto de lo mismo, pondría al servicio del amado la totalidad de su morfología, para que la mesa estuviese íntegramente servida, de “punta a rabo”, sin faltarle el más elemental de los detalles. Varios platos a escoger, pan, vino, y por supuesto, los almibarados postres y licores para la sobremesa.
                 Es lo que tiene el amor carnal, que las sensaciones se hallan por encima de la razón, y que los instintos a fin de cuenta son los que gobiernan el orden cívico de las cosas, haciendo que nos coloquemos en una delicada perspectiva ante la establecida y caducada moralidad. Nuestras propias imperfecciones nos sitúan en una posición ambigua, contradictoria pero sublime si somos capaces de trocar esos múltiples y acumulados errores en conocimientos, en erudiciones para ser utilizadas en cualquier momento. Hacer de lo imposible una virtud. Por ello no dejaríamos de ser humanos, todo lo contrario, escalaríamos una posición más, colocándonos por encima del bien y del mal; ¡pero……!, no estamos preparados, somos débiles en esencia, dependemos de reglas establecidas. Cual corderos, nos dejamos conducir al matadero, no con los ojos cerrados, abiertos, pero drogados, atiborrados de frases, consignas, y reglas, que nos acompañan a todo lo largo y ancho de nuestra ilusoria existencia. Eso es lo que hay, y si deseamos otra cosa, ¿qué estamos esperando para comenzar?    

                 El pene erecto y, la mirada plegada en el surco que brota entre las nalgas de Diana. Las mejores intenciones. Y por supuesto, el inconfundible mar. Un propósito. Un objetivo: cambiar lo constituido, o la propia “constitución”, de las cosas, si es preciso.      

Continuará.......................................................

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