(CAPÍTULO
LIII)
Los instintos de Álvaro se
posesionaron en cada desnivel corporal de la joven, con el único designio de permanecer
inamovible, por lo menos hasta que la marea regrese nuevamente a su estado
natural. Las provocativas carnes de Diana rebosan malsanas intenciones por
donde quiera que se le mire. A ella, le importa bien poco que el joven esté al
corriente de sus verdaderas intenciones. Se mantendrá firme en sus lujuriosas
intenciones por lo menos hasta que el ciclo solar complete su recorrido un par
de veces. Y si fuese viable, tomar de sorpresa a la vieja luna, recién
levantada, y antes de que se beba su primer café.
Alego que ambos amantes se
necesitan mutuamente para confirmar su materialidad, porque el uno sin la otra
no es más que un leve recuerdo y un frustrado propósito desvanecido ante la
llegada de vientos helados. Y la otra sin el uno, dispersos rescoldos en “el
país de las sombras largas”.
Qué más puede hacer las
“ganas” y la “desesperación” que no sea voltear la mirada y entregarse sin
condiciones al excéntrico placer que todo lo puede y todo lo sitúa patas arriba
cuando mejor le plazca; bien poco se puede hacer. Aunque, en el fondo, en lo
más intrincado de las emociones, tanto Diana como Álvaro, desean alargar el
encuentro lo más que puedan, para que el instante sea, o al menos lo parezca, perpetuo.
Álvaro es consciente que si se introduce de lleno en las profundidades marinas
de Diana, no sería capaz de responder de sus actos, terminaría eyaculando.
Eyacularía hasta que la última gota de semen fecundase al último grano de arena
perdido en cualquier cobijo de la dilatada playa. Y Diana, un tanto de lo
mismo, pondría al servicio del amado la totalidad de su morfología, para que la
mesa estuviese íntegramente servida, de “punta a rabo”, sin faltarle el más
elemental de los detalles. Varios platos a escoger, pan, vino, y por supuesto,
los almibarados postres y licores para la sobremesa.
Es lo que tiene el amor
carnal, que las sensaciones se hallan por encima de la razón, y que los
instintos a fin de cuenta son los que gobiernan el orden cívico de las cosas, haciendo
que nos coloquemos en una delicada perspectiva ante la establecida y caducada moralidad.
Nuestras propias imperfecciones nos sitúan en una posición ambigua,
contradictoria pero sublime si somos capaces de trocar esos múltiples y
acumulados errores en conocimientos, en erudiciones para ser utilizadas en
cualquier momento. Hacer de lo imposible una virtud. Por ello no dejaríamos de
ser humanos, todo lo contrario, escalaríamos una posición más, colocándonos por
encima del bien y del mal; ¡pero……!, no estamos preparados, somos débiles en
esencia, dependemos de reglas establecidas. Cual corderos, nos dejamos conducir
al matadero, no con los ojos cerrados, abiertos, pero drogados, atiborrados de
frases, consignas, y reglas, que nos acompañan a todo lo largo y ancho de
nuestra ilusoria existencia. Eso es lo que hay, y si deseamos otra cosa, ¿qué estamos
esperando para comenzar?
El pene erecto y, la mirada plegada
en el surco que brota entre las nalgas de Diana. Las mejores intenciones. Y por
supuesto, el inconfundible mar. Un propósito. Un objetivo: cambiar lo
constituido, o la propia “constitución”, de las cosas, si es preciso.
Continuará.......................................................
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