(CAPÍTULO
LIX)
No era la primera vez que Diana
se detenía unos segundos para reflexionar, como tampoco era la primera vez que
al escucharla, Álvaro terminaba relajándose y los amores finalizaban sosegando
por unos instantes los ardores. Ambos sabían que merecía la pena el hacerlo, no
todos los días uno se detiene para echar un vistazo hacia atrás, porque la vida
es en exceso agitada y a veces dejar de amar con las carnes para seducir con
las vivencias produce ganancia de tiempo, y lo que es mejor, ceñida complicidad
para el resto de la eternidad.
Álvaro se incorporó de su pertrechada
posición, retiró sus “sobranzas”, y como un dispuesto caballero le extendió la
mano a su amada, que desde instantes lejanos lo observaba recomponerse en su
sobrada desnudez. Diana, ya de pie, mantuvo su mano dentro de la de Álvaro
porque lo deseaba, y porque esa intrascendente unión significaba mucho para
ella. Caminar por el mundo en compañía es un placer difícilmente de igualar y
los instantes no están para despilfarrarlos tontamente con un innecesario
distanciamiento.
El sol comenzaba a declinar y
las siluetas de los amantes terminaron fundiéndose con la línea del horizonte a
lo largo de la playa. Uno junto al otro comenzaron a caminar por el mundo, por
ese mundo que Diana recordó al incorporarse, el mundo que temía y el mundo que
no dejaba de sorprenderle a cada paso que daba, porque el mundo, no siempre era
justo con sus moradores.
Y puede que en el interior de
sus manos, entre palma y palma, guardasen con celo el sexo, para que al andar,
se hiciese mayor. Por ahora no lo utilizarían, ya habrá tiempo para ello.
No puedo revelarles lo que
llegaron a pensar los dilatados amantes camino a la cala, pero sí cómo se
comportaron sus cuerpos. Las manos, las mantuvieron unidas por la savia de la
ternura. La mirada en el punto exacto en que la espuma del mar envuelve la cálida
arena para terminar regresando a sus orígenes después de bañar la orilla. Las
piernas firmes y dispuestas, pero con escasas andaduras para que el mundo no se
le hiciese pequeño al transitar. Y no menos importante, caminaban profundizando
las huellas sobre la arena por aquello de la constancia, por el dejar una
marca, una señal, aunque esta fuese efímera.
Las palabras no tuvieron cabida
en este añorado recorrido porque ambos ya se habían dicho lo ineludible.
__
¡…….! ¡…….! –afirmó el amante.
__
¡…….! ¡…….! –yo también, contestó la amada.
Pero no por falta de profundas uniones dejaron de entregarse, él a ella,
o ella a él; lo hicieron, y al llegar a la cala, demasiados orgasmos dejaron
sobre el mundo, sobre el referido mundo que Diana aseveraba mantenerse al
margen de los sentimientos.