¿Cómo hacer el amor en un sitio incómodo?
(CAPÍTULO
LVIII)
Y de tanto imaginar, y de
tanto darle vueltas a la cabeza terminaron regresando al punto de partida, al
encuentro de los sexos, donde lo habían dejado la última vez que dieron riendas
sueltas a sus inventivas; porque ya sabemos que entre los dos, la piel continua
siendo el campo de batalla donde se termina librando la penúltima y definitiva
contienda. Estaban, antes de comenzar a divagar cada uno por su cuenta y riesgo
en la postura del minero él y ella en la del portaviones, nada contradictorias
entre sí se tiene en cuenta que la perspectiva es la que marca las diferencias
y los límites a la hora del enfrentamiento mutuo en el acto sexual; porque uno
es sencillamente lo que se propone, y percibimos, lo que estamos dispuestos a
imaginar en el preciso instante en que las múltiples corrientes confluyen.
Álvaro continuaba ensamblado al
trasero de Diana, que permanecía extendida y bocabajo sobre la arena. Una parte
de él continuaba dentro de ella, una ínfima parte, porque el resto, hacía una
eternidad que Diana se lo había sustraído a cambio de nada; porque estos amantes,
y no otros, se tienen cuando menos se lo esperan y se olvidad, cuando las reminiscencias
no llegan a concretarse en el mar. Y mencionan el mar, porque la tierra se
halla plagada de enraizados amores y ellos saben que donde hubo fuego cenizas
quedan, y no están dispuestos a pernoctar en un mal pensamiento de esos que
denominan celosamente recelos; y por todo ello, y por aquello que no se me permite
percibir porque ni mi espíritu vouyerista llega a tanto, los amantes han preferido
navegar y, navegar, navegar, navegar……., aunque se los lleve la corriente.
Diana prestamente imploró entrega, de cuerpo y alma, porque el amor es
breve, pero la vida más, y si dejamos que los días, que las semanas, que los
meses, que los años, terminen inundándonos las ansias, entonces estaremos
perdidos, porque recuperar un momento nos puede costar toda una vida y parte de
la siguiente. Él siempre bromeaba con ella exponiéndole que para morirse, lo
único que se necesita es estar vivo, y Diana se lo tomó al pie de la letra
cuando tuvo aquel sueño. ¡El dejar de
respirar puede llegar a ser tan sencillo como un escueto adiós que se deja en
el aire antes de partir, y lo tristemente doloroso en la despedida es no hallar
la correspondiente mano que nos aliente en el último momento! Lo pensó
Diana, pero no se lo dijo a Álvaro.
En un sueño ella vio a la
muerte, la vio tan de cerca que únicamente le faltó alzar la mano y despedirse
de Álvaro que yacía adormilado a su lado. Esa señalada madrugada lo despertó, y
no para hacerle el amor, sino para decirle que lo amaba con la mayor de las cursilerías
que la tierra pueda soportar sobre sus entrañas, y que estaba dispuesta a morir
a su lado las veces que fuesen necesarias, y que no deseaba otra cosa que eso,
morir, pero morir copulando hasta que la totalidad de sus labios se encrespen y
los fluidos terminen agotándose de tanto amarse mutuamente; porque la vida como
mismo llega se marcha, con la única diferencia que la muy condenada no avisa al
partir. Álvaro no tuvo que escuchar más, amaba la vida, pero sobre todo a
Diana, y si vivir significaba llevar una postura simple y acorde a los
principios de la colectividad, prefería morir un millón de veces pero haciéndole
el amor a Diana; y después, de tanto pecar, que lo lanzasen al mar para que los
peces se inunden de vida.