(CAPÍTULO
LVII)
Se alimentan de “detalles”. Estos
amantes son unos devoradores de detalles, de nanos-detalles. Cada observación,
cada entrega, cada enfoque del cuerpo y de la mente se orienta hacia la
evocación de los diminutos detalles que se pierden en cada segundo sumado. No
es posible abandonarse con todas sus consecuencias en las manos del amado o de
la amada si antes no inspeccionamos la “minusculidad” que habita en cada uno de
estos seres. Para estos amantes que se entregan con idénticos ardores lo mismo
junto a una ventana como a los pies del inagotable mar, lo imperceptible es el
propio infinito dispuesto a ser invadido en cada caricia, en cada improvisado
encuentro, hasta que por mutua disposición se devoren cual fieras hambrientas.
Puede, no lo sé aún, que estas vehementes
reflexiones sean fruto de las altas sensibilidades y de la compactada fricción
de las carnes bajo un templado sol primaveral. Digo que “puede”, porque no me
hallo junto a los amantes, al menos en estado sólido, y hace que mis glándulas
sudoríparas y salivares se arremolinen intencionadamente a pesar del viento,
con el único propósito de adherirse a los trillones de partículas de arena
dispersas por los alrededores; pero no, estos amantes solamente reaccionan ante
los correspondidos estímulos que se brindan mutuamente.
Los cuerpos no se despliegan
de igual manera con vestimenta o sin ella. Los complementos u/o asesorios son
añadidos que coaccionan al libre albedrío y dificultan la penetración de las
intenciones. Y estos amantes lo tienen demasiado claro y no se dejarán llevar
por falsos modismos. Ellos van al natural, con las intrigas e interrogantes a
manera de colgajos para que la finalidad no se ponga en dudas. Algo parecido a
Adán y Eva, pero sin las parras cubriéndoles las zonas púbicas, sin la zorra de
la serpiente, sin la penada manzana, y sin el trozo de jungla meridional con
ínfulas de paraíso celestial. Aunque no sabría qué decirles si me diesen a
escoger entre la tierra que existe bajo mis pies, o el cielo posesionado en lo
alto de mi cabeza, que por mucho que lo intente, no logro alcanzarlo. Por
tanto, me quedo con la tierra. Para conseguir el cielo solamente necesito de
mis ensoñaciones, así que prefiero mantener los pies encima de la tierra porque
me es familiar. Al final del viaje, me consta, terminaré en ella, envuelto en
su savia, dejándome arropar por sus fluidos y desintegrándome placenteramente
entre las desquiciadas raíces que por ignorancia eligieron mi presencia. Y si,
ella, me lo permitiese, le haré el amor antes que me descomponga del todo, aunque
me tilden de cometer incesto y aunque el cielo se disguste. Me da igual, yo soy
material transformablemente mutable que terminará abonando los aledaños.
Pura ambigüedad son los
patrones de conductas que constantemente nos imponen, y Álvaro, no está
dispuesto a semejante sometimiento. Diana mucho menos. Cuando se conocieron,
ella lo invitó a dar un paseo por el mar. Y en ese primer encuentro se desnudó
sin pudor. Se desprendió de los ropajes de igual modo como el que rasga un
envoltorio llegado por correos. Con ligereza, sin planificación, y con la
suficiente naturalidad para no ser comparado con uno de esos striptease de
barra pulida y de alta concentración de nubes de humo. Ella es así, impulsiva y
liberadora como el propio temporal. Él no se queda detrás. La apoyó con su
total desnudez. Y como seres retoñados de su propio despojo, se observaron hasta
la saciedad, con meticulosidad, acogiendo a los referidos, a esos, a los
entrañable “detalles” que hasta ahora no se han apartado de sus cordiales
afectividades.
Aquel día en la playa, aunque
vosotros no se lo crean, los amantes no hicieron el amor. Se echaron desnudos
sobre la arena y dejaron que las horas se perdiesen en las cotidianas
incongruencias. De tanto mirarse, dejaron las apetencias para después, para
cuando los recuerdos se transformasen en ensoñaciones, y las visiones, en
ocultas realidades.
Antes que amaneciese, Álvaro y
Diana se unieron en un abrazo, y rodaron……., rodaron……., rodaron sin poner
freno a sus propósitos. Cuando despertaron de su letargo, descubrieron que se
hallaban frente a la ventana, a esa ventana, como afirmaría mi abuela: cómplice de los amoríos y sostenedora de las
más variadas carnes. No se detuvieron, alargaron sus impulsos, y la luz de
la mañana los sorprendió con la piel enrojecida y los músculos distendidos.
Desde entonces, hacen el amor a diario, cuando los deja la razón, y de eso hace
ya una eternidad.
Continuará...........................................